Los discursos: esas letras que los escritores hacen para agradecer y dejarnos una reflexión

27/10/2018 - 12:04 am

¿Te acuerdas de algún discurso en especial? ¿Qué te dice la frase: “Yo tengo un sueño”? ¿Hay algún discurso que lleves en tu corazón hasta la muerte? La semana pasada, Martin Scorsese y Alma Guillermoprieto dijeron sendos discursos para recibir el Premio Princesa de Asturias. Unos días después, Javier Sicilia agradecía con palabras inolvidables la cesión del Primer Premio Juan Gelman. Así las cosas, los discursos son como gritos amables que vienen a despertarnos de nuestro aburrimiento y de nuestra apatía.

Ciudad de México, 27 de octubre (SinEmbargo).- Hay varios libros de discursos. Está el de Gabriel García Márquez que se llama, precisamente, Yo no vengo a decir un discurso (Planeta): “…los inventores de fábulas que todo lo creemos nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la Tierra”, dice “Gabo”.

Recordando a Gabriel García Márquez. Foto: Especial

El libro, que incluye el discurso La soledad de América Latina pronunciado al recibir el premio Nobel de literatura, ​ Cómo comencé a escribir, Brindis por la poesía, Periodismo: el mejor oficio del mundo, Botella al mar para el Dios de las palabras, son algunos títulos de los discursos que incluye esta presentación.

Hay discursos famosísimos, como aquel que pronunciara Martin Luther King y que aun hoy se menciona, al punto de que el reciente libro de Juan Pablo Villalobos se llama Yo tuve un sueño (Anagrama).

“Cuando repique la libertad y la dejemos repicar en cada aldea y en cada caserío, en cada estado y en cada ciudad, podremos acelerar la llegada del día cuando todos los hijos de Dios, negros y blancos, judíos y cristianos, protestantes y católicos, puedan unir sus manos y cantar las palabras del viejo espiritual negro: “¡Libres al fin! ¡Libres al fin! Gracias a Dios omnipotente, ¡somos libres al fin!”, fueron las palabras en 1963 del gran líder negro. El libro con el discurso se llama I have a dream.

Hay algunos que uno guarda para sí, hasta la muerte, como ese que pronunció Roberto Bolaño al recibir el Premio Rómulo Gallegos. Fue en Caracas, cuando dice aquello tan latinoamericano: “…y que la verdad de la verdad es que Caracas es la capital de Colombia así como Bogotá es la capital de Venezuela, de la misma manera que Bolívar, que es venezolano, muere en Colombia, que también es Venezuela y México y Chile. No sé si entienden a dónde quiero llegar. Pobre negro, por ejemplo, de don Rómulo, es una novela eminentemente peruana. La casa verde, de Vargas Llosa, es una novela colombiano-venezolana. Terra nostra, de Fuentes, es una novela argentina y advierto que mejor no me pregunten en qué baso esta afirmación porque la respuesta sería prolija y aburridora”.

Un libro editado por Turner. Foto: Especial

La editorial Turner tiene un libro titulado 50 discursos que cambiaron el mundo, hecho por el periodista Andrew Burnet: “Los cincuenta personajes cuyos discursos se recogen en este libro compartían esta habilidad y no todos ellos para bien. Los sueños transformadores de Martin Luther King o Malala han movido tanto el mundo como los delirios de Hitler o de Stalin. Las palabras emocionantes de una feminista precoz como Emmeline Pankhurst aparecen aquí junto a un discurso amenazante de Bin Laden: el lector puede compararlos y sacar conclusiones. Y algunos discursos tan concisos y medidos como el Puedo prometer y prometo, de Adolfo Suárez tuvieron una importancia comparable a las largas filípicas de Ronald Reagan o de Fidel Castro”.

Para dar ejemplo de esos discursos, hemos hecho nuestro propio libro con tres expresiones de artistas que adoramos y que nunca olvidaremos.

Martin Scorsese, Alma Guillermo Prieto y Javier Sicilia han recibido la semana pasada tres premios importantes. El cineasta y la periodista ganaron el Premio Princesa de Asturias y el poeta mexicano ganó, junto con su colega Hermann Bellinghausen, la primera edición del Premio Juan Gelman, que otorga la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México.

Los tres dieron unos discursos realmente notables, que aquí recordamos.

Juan Gelman y Herman Bellinghausen junto a la viuda de Juan Gelman, Mara Lamadrid. Foto: Especial

Discurso de recepción del Reconocimiento Juan Gelman

Por Javier Sicilia

Es un honor compartir con Herman Bellinghausen la primera edición de un reconocimiento que lleva el nombre de Juan Gelman, un reconocimiento que sólo una sensibilidad como la del poeta Eduardo Vázquez, quien ha mantenido viva la cultura en una ciudad asediada por la barbarie y el crimen, podría haber concebido para enfrentar estos tiempos miserables: el del poeta vuelto defensor de derechos humanos.

De entre todos los poetas del dolor —y ha habido muchos admirables como César Vallejo, Jaime Sabines, Miguel Hernández—, Paul Celan y Juan Gelman tienen un lugar aparte: fueron víctimas directas de la violencia descomunal que atraviesa el siglo XX y el XXI. Celan de la barbarie nazi, que asesinó a sus padres; Gelman de las juntas militares de América Latina que en Argentina desaparecieron a su hija Nora Eva, a su hijo Marcelo Ariel, a su nuera María Claudia Irureta y ocultaron durante décadas el paradero de su nieta, María Macarena, nacida en cautiverio.

Gelman, sin embargo, tiene un mérito más. No sólo como Celan mantuvo viva la palabra poética que guarda el sentido contra la bestialidad, no sólo como René Char, Miguel Hernández y Roque Dalton, enfrentó de manera directa la barbarie y, semejante a Bellinghausen, la denunció con la pluma del periodista, sino que despedazado, violentado de manera brutal en su familia, se levantó de las ruinas para, al lado de la madre de sus hijos, Berta Schubaroff —una de las abuelas de la Plaza de Mayo—, y su esposa Mara La Madrid, buscar a sus hijos, a su nuera, a su nieta y a tantos otros que la dictadura militar en Argentina desapareció y llevar ante la justicia a los perpetradores de esos crímenes. En Gelman se unen, como quizá en ningún otro, el poeta, el revolucionario y el defensor de los derechos humanos.

Cuando la barbarie que atraviesa México, una barbarie de otro cuño, el de la colusión de grandes porciones del Estado con el dinero de los grandes capitales del crimen organizado, asesinó a mi hijo Juan Francisco junto con seis de sus amigos, Gelman, a quien no conocía personalmente, pero a quien admiraba y leía con devoción, se volvió para mí más entrañable que nunca: un faro en medio de mi oscuridad y mi dolor.

Con su ejemplo, su poesía, el arsenal que traía conmigo –el Evangelio, Gandhi, Lanza del Vasto, Iván Illich, Albert Camus, los místicos– y un puñado de amigos, entre los que estaban los poetas Eduardo Vázquez, Enzia Verduchi y Jorge González de León, decidimos dar la cara por todas las víctimas de esta barbarie fundando el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad.

Mientras comenzábamos las movilizaciones, pensaba, desde mi dolor y mi oficio de poeta, en Gelman, en su sufrimiento, en su oscuridad y en la dignidad con la que vivía. En él se hacia presente la gran paradoja del Evangelio, de Gandhi y de la poesía; la fuerza de la debilidad, la fuerza del amor, de la poesía en acto que, decía Borges, “es inmortal y pobre”.

Una tarde, al inicio de las movilizaciones, mientras hablaba con un grupo de periodistas y amigos, lo vi llegar al lado de su esposa Mara; 81 años (moriría casi tres años después, en enero de 2014), enjuto, encorvado, la mirada dulce y, a la vez, firme, trabajada por décadas de sufrimiento, de lucha y de poesía, un viejo y nudoso olivo; un hombre que, en su debilidad, el poder del Estado y del crimen jamás doblegó. Venía desde el fondo del amor y la poesía a abrazar a un poeta al que la barbarie, contra la que nunca dejó de luchar, acababa también de arrancarle a un hijo. El corazón me dio un vuelco y las lágrimas asomaron en mis ojos.

Me levanté y fui a su encuentro. Lo abracé, besé sus mejillas y abracé y besé también a Mara. No nos dijimos nada. En ese gesto en el que tres seres humanos finitos, pobres, despojados de sus hijos, sostenidos sólo por la dignidad, se abrazaban y lloraban en silencio, se resumía la fuerza del amor y la poesía. Con ese gesto Gelman escribió para mí su poema más bello, más doloroso, más profundo.

Un año después, cuando al lado de Isolda Osorio, mi esposa, me trasladé a San Francisco para organizar con el activista Ted Lewis lo que sería la Caravana por la Paz que recorrió los Estados Unidos, el poeta Hermann Bellinghausen llegó como una sorprendente continuación de aquel encuentro.

A Bellinghausen no sólo lo admiraba y leía, también lo conocía desde que éramos estudiantes. Recuerdo con orgullo la dignidad con la que en 1995 rechazó el Premio Nacional de Periodismo en protesta por la represión en Chiapas, un gesto que debe enorgullecer a toda la poesía y al periodismo mexicano, y la manera en que, inmerso en el zapatismo, defendió su lucha y denunció, desde las páginas de La Jornada, las atrocidades del poder. Su esposa, Colombe Chapey, y su hijo Julián viven en San Francisco y Hermann se trasladó allá para, al lado de ellos, acompañarnos en la solitaria tarea de organizar aquella caravana binacional en busca de las víctimas y de la paz. Sin Hermann, sin su familia, sin sus consejos, sin su mirada poética y su saber en la resistencia y en la lucha, nuestra larga estancia en San Francisco hubiese sido más ardua y dolorosa. El día en que en el Parque Malcolm X, en Washington D.C., concluimos la larga travesía por Estados Unidos, Hermann envió un poema “Los instantes” que la voz del poeta Jorge González de León hizo resonar esa noche.

En estos tiempos miserables, donde se asesina, se secuestra, se destaza y se desaparecen seres humanos en fosas clandestinas y tambos de ácido, con la complicidad de grandes sectores del Estado, poetas como Gelman y Bellinghausen mantienen viva esa dura tradición que viene de Albert Camus, la de ponerse al lado de los que sufren. Nada —dijo el creador de La peste—, que no sea el grito desesperado del dolor, puede apartar al escritor de su soledad, el lugar privilegiado de la creación. Cuando el grito aparece, el poeta abandona su soledad para ir al encuentro de las víctimas a darles alivio y, como ha sido siempre la tradición del poeta, su voz; el poeta como voz de la tribu, de una tribu perseguida.

Bellinghausen, que viene de la tradición de las luchas revolucionarias, al igual que lo hizo Gelman, ha mantenido contra viento y marea ese duro equilibrio entre el servicio a los perseguidos y la soledad donde el poema se crea. Yo, que vengo de la tradición mística del cristianismo, he mantenido ese equilibrio de otra forma; elegí, desde el asesinato de Juan Francisco, el silencio. En tiempos de bestialidad, cito en mi auxilio a Georges Steiner, “cuando en la polis las palabras están llenas de salvajismo y mentiras, nada más resonante que el poema no escrito”, el que se preserva en la urna del silencio y se dice con otros lenguajes. Ambos, sin embargo, son poesía. La palabra, que guarda el sentido, está hecha de sonidos y silenciosos. Con ellos y en ellos se habita y se preserva la casa común que la imbecilidad de la violencia y la corrupción han lastrado.

Estoy muy honrado, muy conmovido de recibir la primera edición del Reconocimiento Juan Gelman y de compartirlo con Hermann Bellinghausen. Hombres como ellos nos iluminan y nos redimen del peso de esta larga y bestial noche. Nos recuerdan también que el poeta es la voz de la tribu, y que la pobreza y gratuidad de la poesía, sobre todo cuando se vuelve acto, dislocan el unívoco discurso del poder y el galimatías de la violencia y de la muerte, para traer a la vida a todos aquellos de los que nos han despojado, y refundar el sentido, la dignidad y la casa del ser.

Gracias a la familia Gelman La Madrid por su valentía y su ejemplo, a la Secretaría de Cultura, cuyo equipo ha mantenido viva la cultura como un faro de paz en medio del desastre. Gracias al poeta Eduardo Vázquez, cuya presencia y palabra acompañaron y sigue acompañando, junto con la de otros poetas, a las víctimas y a los perseguidos de la tierra. Gracias a mi madre Catalina, a mi hija Estefanía, a mi nieto Diego, a Santiago, mi sobrino y mi otro hijo, a la invisible presencia de Óscar, mi padre, y de Juan Francisco, a quien tanto extraño y me hace falta; ellos son la más bella poesía en mi vida. Gracias a Socorro Ortega por los hijos que tuvimos. Gracias a las víctimas que no callan. Gracias por último a ti, Isolda Osorio, amorosa compañera, cuya escritura de luz sostiene la memoria, el tiempo y la vida.

Martin Scorsese lee su discurso durante el Premio Princesa de Asturias. Foto: Especial

“Lo notable del cine para mí es que siempre es el presente”

Por Martin Scorsese

Majestades, Distinguidos galardonados, Señoras y señores.

Gracias por este gran honor.

Siento en este instante humildad y sobrecogimiento. Sé que es costumbre expresar tales emociones en estas circunstancias, pero créanme, siento humildad y sobrecogimiento. Especialmente por estar en compañía de los demás galardonados y, por supuesto, en compañía de los premiados anteriores. Y por pisar la tierra que nos dio a Cervantes, Goya, Unamuno, Picasso, Lorca y Luis Buñuel, uno de los más grandes artistas de la historia del cine. ¿Cómo podría no sentirme así?

Este es un honor para el cine. Por tanto, acepto este premio en nombre del cine y con gran agradecimiento y gratitud hacia todos los artistas que me precedieron e hicieron posible el trabajo que yo he hecho. Porque no hay ni una sola película ni un solo cineasta que existan de forma aislada. Todos hemos estado inmerso en esta gran conversación continua, interrogándonos, respondiendo unos a otros y provocándonos mutuamente con nuestro trabajo a lo largo de distancias extraordinarias no solo en el espacio sino también en el tiempo.

Lo notable del cine para mí es que siempre es el presente. Siempre es el ahora. Para mí, las películas de Buñuel están más vivas y son más actuales que el último mensaje de texto que recibes, si sabes cómo utilizar un teléfono móvil. Peter Bogdanovich ha dicho que no existe una película antigua: es simplemente una película que no has visto.

Pero para mí lo más emocionante de estos tiempos es cuando veo una película de un cineasta joven o novel y me entusiasma o me veo transportado por lo que se llamaría un “gesto cinematográfico” de su creación. Podría ser una yuxtaposición de un plano a otro, podría ser una composición, podría ser un movimiento de cámara. Sé que me entusiasma porque me doy cuenta que el cineasta se sintió impulsado a hacerlo de ese modo. Tenían que contar esa historia particular con esas imágenes particulares. Eso es lo más precioso e inspirador para mí, porque así fue en mi caso: yo no podía descansar hasta que hice aquella película, de aquella manera. De lo contrario, simplemente no tiene sentido.

No tenía mucho que ver con el “negocio” del cine. Sí queríamos entrar en el negocio, pero casi únicamente para obtener el dinero para hacer las películas. De hecho, nunca me sentí un profesional, de veras. Sigo sin sentirme como tal.

Pero ahora, a los jóvenes cineastas, ¡qué tiempos les toca! ¡Cuántas oportunidades tienen! Pueden hacer una película con cualquier cosa. Todas las herramientas están ahí y son asequibles. Puedes hacer una película usando una de esas cámaras de teléfonos móviles. Cuando era más joven era bastante diferente. Lo mismo pasa con la historia del cine. La mayor parte de la historia cinematográfica de todo el mundo, de casi todas las décadas, es accesible en estos tiempos increíbles. No fue así en la década de los 50 del siglo pasado.

Pero, a pesar de estas oportunidades, estoy preocupado. Preocupado por el pasado del cine, sí, y muy preocupado por su futuro.

Me doy cuenta de que, en los aspectos prácticos de la sociedad, el arte es siempre tan frágil. Se critica, se margina y a menudo se trata como si no fuera esencial para la vida. Claro, esto se podría decir de todas las artes. Siempre hay alguien tratando de poner el arte y al artista en su sitio. “Es un lujo. Es una diversión”. Pero el arte resiste. Y cuando todo vuelve a su cauce, el arte sigue allí, todavía en pie, todavía presente, al margen de las influencias y las modas populares. El arte con mayúsculas funciona al margen de contexto. La obra se mantiene por sí misma, sigue siendo el presente, y en última instancia, también la necesidad de crear obra nueva en respuesta a eso.

Sin embargo, me preocupa el ambiente, el clima que rodea al cine hoy en día. Por un lado, tenemos ahora lo que siempre hemos tenido: el constante menosprecio y marginación del cine. O bien es solo escapismo, o, si merece la pena, es solo porque expone un problema, un mensaje.

Por otro lado, dondequiera que mires hoy en día, las veinticuatro horas del día, las imágenes en movimiento inundan nuestras vidas. Sé que el cine en sí está compuesto de imágenes en movimiento, pero ahora el cine se ha convertido en sólo una corriente dentro de un enorme torrente de imágenes en movimiento: los anuncios, los episodios de una serie de TV, un video de gatos o perros, videos didácticos, los reality shows, Lawrence de Arabia, reportajes y así sucesivamente. Todo se ha convertido en lo que llaman ahora “contenido”, una palabra que realmente no me gusta. Y el debate serio sobre el cine, el juicio crítico – particularmente en mi país– se ha cortado de raíz.

Ahora que el cine se está devaluando continuamente, y al mismo tiempo la tecnología permite que cualquiera “haga una película”, ¿qué supone eso para los jóvenes? Es posible que necesiten expresarse en una película, pero ¿qué tipo de inspiración reciben? ¿Cuál será el resultado? ¿Se están erosionando los valores de nuestro mundo de tal forma que no podemos estar seguros de si están inspirados por el arte y por la verdad? ¿O simplemente por lo comercial? ¿A dónde van para conseguir esa valiosa inspiración?

¿Quién apoya el arte y a los artistas y, lo que es más importante, el impulso de crear arte que se vale por sí solo? ¿Cómo cambiamos este clima venenoso que nos rodea por uno en el que un joven artista pueda seguir la luz que lleva dentro, esa chispa, esa alma… su duende?

Es de vital importancia mantener el arte en un lugar de honor y estima en nuestra cultura. Es aún más importante respetar la libertad de elección, pensamiento y acción que conduce a la creación del arte. Y darles a los jóvenes la confianza y la capacidad de trazar su propio camino en la vida para que sean capaces de no dejarse llevar por todas las consignas y los ganchos comerciales; para que puedan ver el camino que conduce a su propia luz interior. Y puede que eso lleve a la creación de arte con mayúsculas.

Ahí es donde comienza la verdadera lucha; la lucha por el espíritu. Como en el Don Quijote de Cervantes. Por supuesto, él luchó contra los molinos de viento. Se ha dicho que los molinos de viento pueden haber representado la tecnología de su época. Así que, para preservar el espíritu, luchó contra esa tecnología. Y con esa imagen en mente, una de las grandes y duraderas imágenes de nuestra civilización, podemos encontrar la manera de conquistar nuestra propia tecnología para que los artistas puedan usar esa tecnología en lugar de al contrario, donde la tecnología utiliza al artista.

Así que acepto este premio en nombre de la libertad y la revelación: la libertad de encontrar la tranquilidad y el enfoque para no dejarse llevar por todas esas categorías absurdas actuales, o por los juicios triviales, los sistemas de calificación y los pronunciamientos de moda, para poder llegar a ver todo el camino que conduce a la revelación de lo que no se puede nombrar, sino solo sentir y –para aquellos de nosotros que encontramos la gracia– expresar a través del arte.

Alma Guillermoprieto durante el Premio Princesa de Asturias. Foto: efe

Juntos somos más

Por Alma Guillermoprieto

Desde el día del despertar más raro de mi vida, a las 4:30 de la mañana, con la noticia imposible de que este premio era para mí, supe que la Fundación Princesa de Asturias es en realidad un centro de tejido: teje una red que entrelaza a francesas y españoles, estadounidenses y polacos, suecos y mexicanas, y a través de nosotros un poco más al mundo.

Esto me parece una gran cosa, porque yo soy de las que cree en las matemáticas: en estos tiempos de división, juntos somos más. De manera que gracias, majestades, por este honor, y gracias a todos los integrantes del equipo de la Fundación Princesa de Asturias, por su ayuda tan diligente y cariñosa.

Desde ese mismo día del anuncio del premio supe también que en mi caso no me tocaba cargar yo sola con este galardón gigante, sino que se me daba como reportera que soy, una entre muchos. Y me alegra infinitamente este reconocimiento a un oficio al que solo se entra con grandes sueños e ilusiones: ver el mundo, cambiar la historia, ser heroicos.

La realidad es más estrecha: se gana poco; en estos tiempos en que el mundo ha entrado en revolución tecnológica, cibernética, científica, no tenemos certezas en que apoyarnos y el mundo nos quiere mal; se trabaja de sol a sol—aunque eso nos gusta, en realidad— hay una gran confusión en cuanto a cuál debe de ser nuestro papel, y en todo esto, somos el fiel reflejo de la sociedad en general. Y sin embargo, y por lo mismo que existe tanta confusión, hacemos falta.

Un mundo en el que las grandes potencias se involucran en las decisiones de países más pequeños, se trafica con niños; a los migrantes que llegan desesperados a nuestras fronteras se les vuelve a lanzar de una patada al mar o al desierto, es un mundo en el que hacemos falta para que quede constancia de estos horrores. También es un mundo en el que urge prepararnos para tomar decisiones éticas terribles: la vida generada en un laboratorio, ¿es vida? ¿Se deben regular las investigaciones que llevarán a la creación de una inteligencia artificial superior a la humana?

¿Cómo se enterarían ustedes de estos y todos los demás hechos y retos que ocurren fuera de su entorno inmediato sin nosotros, los reporteros? Sin los medios, el mundo viviría en una especie de siglo XI, aislado cada quien en su villorrio o su castillo, igual de ignorantes los dos, convencidos de que son tan reales las sirenas como los rinocerontes. Sin un periodismo poderoso, bien financiado, respetado por los gobiernos, el mundo moderno, el mundo entrelazado, sería imposible.

Pero en este oficio cuesta trabajo no solo vivir, sino sobrevivir. Este año han sido asesinados 45 reporteros, porque a alguien no le gustó lo que dijeron de él. Hace año y medio, en Madrid, regresaba yo al hotel después de la ceremonia del Premio Ortega y Gasset cuando me avisaron que en México, en la ciudad de Culiacán, cuna del narcotráfico de mi país, habían matado a tiros a mi valiente, inclaudicable amigo, Javier Valdez. Fue como si apagaran la luz del mundo. Estos asesinatos,siempre impunes, matan un poco no sólo a la víctima sino a todos los que lo rodean, y claro, esa es también la intención. Matan a uno para intimidar a todos. Sin embargo, estoy aquí para decir que donde matan a uno, a la larga suelen surgir dos, o por lo menos otro. Y que si antes intentaba disuadir a los jóvenes que me decían que querían ser periodistas, porque el peligro es mucho, porque los cambios tecnológicos, porque se gana poco, porque.. ay, por qué no hacer algo más fácil y vivir tranquilos.

Hoy sin embargo les digo, háganle, dénle nomás, porque contamos la historia del mundo todos los días. Porque dejamos constancia de lo que otros quieren tapar. Porque somos el antídoto de las redes sociales con su inmediatez y su potenciación de la rabia. Porque hacemos falta. Porque sí se puede ver el mundo, porque no podremos enderezar la historia, pero sí contarla, ser heroicos. Porque el futuro de este oficio lo están inventando hoy los colegas que vienen llegando, y a ustedes les aguarda un oficio generosísimo, que les ofrecerá tesoros a cada vuelta.

Un niño en una empobrecida favela brasileña que se pone por primera vez su traje de carnaval. Un candidato presidencial bien alegre que baila huaynos apretujando muy de cerca a una cholita con minifalda. Una caravana de madres que buscan en el desierto mexicano a sus hijos desaparecidos, año tras año. Un observatorio en el desierto de Atacama donde unos hombres se dedican a ver espejos para medir el tamaño del universo. Un páramo enneblinado en las alturas colombianas, que esconde tanto a guerrilleros como una variedad infinita de orquídeas. Ningún otro oficio como este les va a regalar un mundo, un universo, la realidad entera; trágica, abochornante, terca, chistosísima, horrenda, mágica. El regalo de la realidad real, inmensa y maravillosa.

Agradezco a mi oficio estos cuarenta años de vida vivida tan esforzadamente, agradezco a mis colegas —los reporteros de a pie, y en particular a mis atribulados colegas en Venezuela, Nicaragua, México, a quienes admiro tanto— y a ustedes por escuchar. Gracias, majestades.

Mónica Maristain
Es editora, periodista y escritora. Nació en Argentina y desde el 2000 reside en México. Ha escrito para distintos medios nacionales e internacionales, entre ellos la revista Playboy, de la que fue editora en jefe para Latinoamérica. Actualmente es editora de Cultura y Espectáculos en SinEmbargo.mx. Tiene 12 libros publicados.
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